Artículo #233
La sal: el mineral que cambió la historia del sabor
Probablemente ningún otro condimento haya acompañado al ser humano de forma tan constante y silenciosa como la sal. Este mineral —cloruro de sodio, en su definición química más precisa— está presente en casi todas las preparaciones tradicionales del mundo. Se disuelve en sopas y caldos, realza el sabor de panes y carnes, preserva alimentos durante meses e incluso se esparce sobre caminos nevados para devolverles la firmeza perdida.
Texto destacado
Su historia es tan antigua como la humanidad misma, y también tan contradictoria: ha sido objeto de deseo y símbolo de pureza, causa de guerras y moneda de intercambio, signo de prosperidad y, en otros tiempos, motivo de persecución.
Antes que todo, conviene recordar que la sal no es un invento humano: existía mucho antes que nosotros. Su presencia antecede a la historia del hombre, y su uso no es exclusivo de nuestra especie. Numerosos animales, en distintos continentes, buscan instintivamente las rocas salinas o los suelos cargados de sodio para suplir sus necesidades minerales.
Los primeros registros escritos sobre la extracción y uso de la sal provienen de Egipto, hacia el año 3000 a.C. (Barber, Elizabeth Wayland, The Mummies of Ürümchi, 1999) y de China, alrededor del 2000 a.C. (Flad, Rowan; Zhu, Jiping, Archaeological and Chemical Evidence for Early Salt Production in China, 2005). En ambos casos, la evidencia arqueológica no solo demuestra su obtención, sino también el papel social y económico que ya desempeñaba.
Su incorporación a la dieta humana parece tener raíces en África, el Medio Oriente y Egipto, donde la sal fue esencial para conservar alimentos y desarrollar nuevas técnicas culinarias. En el antiguo Egipto, por ejemplo, se utilizaba en la preparación de salsas como el oxalme —una mezcla de sal y vinagre que luego adoptaron los romanos—, y en bebidas como el shedeh, un vino fermentado de granadas.
En gastronomía, su uso más antiguo está ligado a la necesidad de preservar carnes y pescados. Salar significaba deshidratar, inhibir la putrefacción y garantizar alimento durante las largas estaciones sin caza ni cosecha. Esa misma propiedad conservante la hizo indispensable en otros oficios, como el curtido de cueros o la fabricación de artesanías.
Pero la sal también ha trascendido lo culinario. En el bautismo cristiano, por ejemplo, se emplea como símbolo de pureza, un elemento que preserva al alma de la corrupción. “Vosotros sois la sal de la tierra”, dijo Jesús a sus discípulos (Mateo 5:13-16), otorgándole un significado espiritual que aún resuena: la capacidad de dar sabor al mundo y de impedir su deterioro moral. Así, desde las rutas del Nilo hasta los caminos nevados del norte, la sal ha acompañado al ser humano como un mineral de doble naturaleza: material y simbólica, terrenal y sagrada. En su blancura cristalina se condensa buena parte de la historia del gusto, la conservación y la fe.
La sal: rutas antiguas, civilizaciones y sabores que cruzaron el mar
En el vasto mundo mediterráneo —donde convivieron egipcios, fenicios, griegos, cartagineses y romanos— la sal fue mucho más que un simple condimento: fue símbolo de poder, hospitalidad y riqueza. Su comercio dio origen a rutas marítimas, alianzas y disputas; a mesas donde el sabor se confundía con la diplomacia y a puertos que se levantaron sobre la blancura de sus cristales.
Para los griegos, compartir la sal era un gesto de amistad. Heródoto ya la menciona en Los nueve libros de la Historiacomo un bien preciado y, a veces, escaso. Su nombre resonaba en islas como Salamina —literalmente, “la isla de la sal”—, de donde provenía parte importante del abastecimiento del Egeo. En esa época, los granos salinos circulaban casi como moneda: servían para sellar pactos, pagar deudas e incluso remunerar a los soldados. De ahí deriva la palabra “salario”.
Más al norte, en Europa Central, los arqueólogos han hallado rastros de una intensa minería salina que se remonta a la Edad del Hierro. En Hallstatt, Austria —descubierta por Paul Reinecke a fines del siglo XIX— se encontró evidencia de un comercio tan activo que la sal parecía fluir por toda Europa.
Las rutas del Imperio Romano consolidaron ese tráfico, conectando los yacimientos de Hallein y las salinas cercanas a Salzburgo —la “ciudad de la sal”— con los mercados mediterráneos. Los celtas, pioneros en técnicas de conservación por salazón, legaron a los romanos un saber que pronto se expandiría por todo el continente. Para Roma, la sal era una necesidad pública. Las ciudades crecían junto a las salinas, y de su comercio nació una de las grandes obras de ingeniería del imperio: la Vía Salaria, el camino de la sal. A través de ella, el mineral llegaba a los puertos del Mediterráneo y se distribuía a precios accesibles, haciendo de la sal un bien tan cotidiano como indispensable.
En la gastronomía romana, su uso era ubicuo: se agregaba a las verduras, dando origen a las ensaladas; se mezclaba con vino para elaborar el defrutum; y era esencial en la curación de carnes, pescados y aceitunas. Catón la menciona en su tratado De Agricultura, y Marco Gavio Apicio —el primer gastrónomo de la historia— la incorpora en su célebre De re coquinaria, donde figura en casi todas las recetas conocidas.
Con la expansión imperial, el gusto por la sal alcanzó las fronteras del mundo antiguo. En Germania, Alsacia, Britania o Hispania, surgieron nuevos centros de producción y comercio. En Inglaterra, muchas ciudades que terminan en “-wich” aún conservan en su nombre el eco sajón de las “ciudades donde se hace la sal”.
La caída del Imperio Romano no extinguió su valor; al contrario, lo multiplicó. En la Europa medieval, la sal se convirtió en un instrumento de poder político y fiscal. Reyes y señores feudales impusieron impuestos sobre su comercio, como ocurrió en Hungría desde el siglo X. En protesta, los panaderos toscanos inventaron el pane sciocco, el pan sin sal, que todavía se hornea en Italia. En España, la sal llegó a ser monopolio real bajo Felipe V, lo que fortaleció las arcas de Castilla y Aragón.
Durante los siglos XIII y XIV, las repúblicas marítimas de Venecia y Génova perfeccionaron las rutas del comercio salino, conectando el Adriático con el norte de África y el Levante. De ese intercambio surgió una cultura culinaria que aún perdura: el prosciutto di Parma, el jamón de Bayona, el jamón serrano, los quesos maduros y el salami nacieron al calor de esa alquimia preservante. El sauerkraut alsaciano —la col fermentada en salmuera— es otro de sus herederos directos.
El Renacimiento elevó la sal a la categoría de arte. Orfebres como Benvenuto Cellini tallaron saleros en oro y cristal, verdaderos relicarios del gusto. En paralelo, las cocinas populares de Europa comenzaron a experimentar con salsas que, siglos después, conquistarían el mundo. En Inglaterra, una pasta de anchoas saladas —llamada ketchup— se transformó en el antecedente directo del tomato ketchup estadounidense, un derivado moderno de un antiguo sabor marino. En 1567, el español Bernardino Gómez Miedes publicó sus Comentarios acerca de la sal, un diálogo renacentista que debatía sobre las virtudes y excesos de este mineral. Su reflexión anticipaba un dilema que aún nos acompaña: la delgada línea entre el placer y la medida.
Al otro lado del Atlántico, en América, la sal también tenía larga historia. Desde Mesoamérica hasta el Cono Sur, los pueblos originarios la emplearon para conservar alimentos y como bien de intercambio. En el norte de Chile, por ejemplo, fue clave en el trueque con las comunidades altiplánicas, y en el centro y sur del país resultó esencial para elaborar charqui, esa carne seca que acompañó a viajeros y soldados por generaciones.
Hoy, su huella sigue en nuestras mesas, aunque las cifras inviten a la cautela. Según datos del Ministerio de Salud de Chile, el consumo promedio nacional duplica la recomendación de la OMS: 10 gramos diarios frente a los 5 sugeridos. Si bien los nuevos etiquetados y la reformulación de alimentos —como la tradicional marraqueta— han reducido levemente su presencia, la sal sigue siendo un tema pendiente para nuestra salud colectiva.
Aun así, resulta difícil imaginar el mundo sin ella. La sal ha dado forma a nuestras rutas, nuestros platos y hasta nuestras palabras. Moderarla es sensato; negarla, imposible. Porque en cada grano se esconde un fragmento de la historia humana: el sabor de la tierra, del mar y del tiempo.
Referencias:
1. Braudel, F. (1982). The Wheels of Commerce. En Civilisation and Capitalism, 15th-18th Century (Vol. II). Harper & Row.
2. Grabner, M. (2007). Bronze age dating of timber from the salt-mine at Hallstatt, Austria. Dendrochronologia, 24, 61-68.
3. Lawrence, C. F. (1936). The story of bygone Middlewich: In the County Palatine of Chester and Vale Royal of England. [Edición].
4. Organización Mundial de la Salud. (s. f.). Salt reduction. Recuperado de https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/salt-reduction
(*) Sobre el autor:
Gastón Jara Leon
Historiador y Sociólogo de la Universidad de Chile, con estudios de maestría en Etnohistoria en la misma casa de estudios. Profesional con más de cuarenta años de ejercicio profesional como investigador y académico. Ha sido profesor de Historia y Economía en la Universidad de Chile y en la Universidad San Sebastián.