Cerrar
Vinifera

Sobre Nosotros

Vinífera

Consultora especializada en el desarrollo de asesorías técnicas en materia vitivinícola.

About us

Vinifera

Consulting agency specialized in economic development and business projects in the fields of wine, agriculture and tourism.

Artículo #142

Origen divino, sangre del redentor

Por Gonzalo Rojas MAYO DEL 2022

Existe una relación histórica entre el vino y la religión. Efectivamente, para las culturas fundadoras de Occidente, el vino fue la bebida ritual por excelencia. Sus características tan particulares, a medio camino entre un alimento primordial y una fuente de éxtasis, su estimulación sutil pero persistente de los sentidos y sus cualidades analgésicas conjuraron una suerte divina para este brebaje. De esta forma, el mapa cultural del Mundo Antiguo muestra una presencia y evolución muy fácil de reconocer que evidencia el vínculo entre el vino y el culto sacramental.

Texto destacado

El vino ha sido una compañía de la humanidad desde tiempos muy remotos. Los primeros agricultores conocieron sobre sus bondades y sobre sus maleficios; aprendieron a respetarle y supieron darle el lugar de privilegio que conserva hasta nuestros días.


En el Valle del Indo, lugar donde se establecieron las primeras civilizaciones en torno al año 6.000 antes del presente, se creía que la maravillosa transformación del zumo de las uvas era un regalo que Soma (literalmente “jugo”), hija de la venerada diosa Indra, había regalado a los hombres en virtud de su fidelidad. Soma era conocida como la diosa lunar en la cultura brahmánica y resulta muy interesante constatar que su manifestación de fertilidad haya sido valorada, en su punto culminante, en la entrega del vino, hecho que nos habla por sí mismo de la importancia de éste para los pueblos originarios de la India.

En época posteriores, en torno al siglo XVII a. de C., existió una urbe mezcla de megalópolis y cosmopolitismo, capaz de atraer por sí misma las miradas del entorno y cautivar los deseos de los antiguos ciudadanos. Capital de la Mesopotamia, ubicada en el Valle del Eufrates, la ciudad de Babilonia vivió por aquellos años su esplendor sin parangón. Marduk, cabeza del panteón de dioses babilónicos en los tiempos del gran rey Hammurabi, patrono de la ciudad y padre de Nabú, la divinidad de la sabiduría, fue representado insistentemente con motivos asociados al vino, el cual se le ofrendaba en cada nueva vendimia. Una asociación establecida bajo el reconocimiento del propio origen divino de la uva, que quedó escrito en la más antigua novela épica que existe: la Epopeya de Gilgamesh. El protagonista, el príncipe Gilgamesh, en su búsqueda de la inmortalidad, entró al reino del Sol, lugar donde encontró un viñedo cuidado por la diosa Siduri. Como premio a su osadía, ésta le dio de beber del jugo de sus uvas sagradas.

Desde épocas muy remotas, entre los primeros siglos de la Civilización Egipcia y los años en que el padre de la Historia y la Geografía, Heródoto de Halicarnasso, visitó el Valle del Nilo (Siglo V a. de C), sabemos que la transformación de uva en vino era atribuida a la diosa Asir (En griego, Osiris) deidad de la resurrección, símbolo de la fertilidad y regeneración del río Nilo; fuente de la vegetación y la agricultura y presidente del tribunal del juicio de los difuntos en la mitología egipcia.

Un caso bastante peculiar resulta ser la difícil relación entre el vino y los hebreos. Considerada propiedad de Yahvé, ello pareció dificultar enormemente su consumo, en virtud del temor casi enfermizo que los antiguos israelitas profesaban hacia su dios castigador y tiránico. En efecto, tras la aparición de las primeras versiones escritas de la Epopeya de Gilgamesh, estos antiguos habitantes del extremo sur de la Mesopotamia, en lo que posiblemente sea en la actualidad el país de Kuwait, comenzaron a escribir sus propias historias, muchas de ellas llevadas consigo a los valles de Canaán desde su permanencia y trabajo en Babilonia, a las cuáles incorporaron su propia visión. La Torah, en rigor, junto al resto del Antiguo Testamento representa el segundo registro escrito del vino más antiguo del que se dispone, abundante en sus relatos, elocuente en sus posiciones respecto del vino. (Que aparece mencionado en todos sus libros, con excepción al de Jonás).

Desde la historia de Noé, primer viticultor bíblico y primero en caer en los seductores brazos de la borrachera, hasta el patriarca Jacob, quién bendijo a su pueblo preconizando que "la vid será tan común en la tierra de Judea, que a ella se atará el asno y el vino podrá ser utilizado como agua", los israelitas extendieron el cultivo de la uva y celebraron las que posiblemente corresponden a las más antiguas fiestas de la vendimia que se conservan hasta nuestros días.

Aquí podemos detenernos un instante. Considerando que un pueblo construye su imaginario, y por defecto su lenguaje, en virtud de lo que conoce y frecuenta, es sencillo reconocer entre los antiguos judíos su larga serie de metáforas nacidas en el seno de la vitivinicultura, que sirvieron para explicarse el Mundo y darse razón de sí mismos y de su pasado, vale decir, para construir su propia Historia. Así, analogías como “La viña del Señor”, o “fruto de tu vientre” no son casuales, sino todo lo contrario. Dan cuenta de una relación histórica entre los hombres y su entorno, entre lo humano y lo divino que sucede cotidianamente, como pequeños milagros que alimentan el espíritu a diario, con muestras de la belleza y de la poesía que inunda la presencia de las cosas.

En esta breve mirada a las principales deidades del vino, con toda seguridad no podemos sino detenernos en los grandes vicarios del vino en el mundo. Dionisio en Grecia, Baco en Roma. Sin corresponder exactamente a lo mismo, existe un vínculo estrecho entre ambos, como existe entre toda la herencia cultural que los romanos recibieron de los griegos. Dionisio es sin lugar a dudas, el padre del vino por antonomasia. Cercano a los hombres, el vino era su sangre, que permitía a los griegos superar los atavismos del mundo sensible y conocen en profundidad los significados de la existencia. Embriagados y aletargados por su efecto analgésico y estimulante, podían resistir los embates de las verdades desnudas, los dolores de la miseria humana evidenciada en su rostro más oscuro, que conduce ineluctablemente hacia la muerte en la decadencia. En el Origen de la Tragedia, está la clave para comprender al mundo griego.

Dionisio, Jesús y el vino.

“Así es, la historia griega cuenta que tan pronto nació Dionisio,
Zeus lo cosió en su muslo y lo llevó a Nisa en Etiopía allende Egipto,
y como con Pan, los griegos no saben qué fue de él tras su nacimiento.
Resulta por tanto claro para mí que los griegos
aprendieron los nombres de estos dos dioses
más tarde que los nombres de todos los otros,
y sitúan el nacimiento de ambos en el momento
en que los conocieron”. (Heródoto, Historias II.146)

Dionisos tiene sus orígenes en una divinidad del Asia Menor, posiblemente Sabacio, que fue incorporada por los griegos en épocas tardías de su civilización a los Juegos Olímpicos. Corrientemente se decía entre los griegos que el dios viajero Estáfilo (literalmente, “racimo”) nacido de la unión de Dioniso con Ariadna, había sido pastor del rey Eneo, el primero de los viticultores griegos (de allí, “Enología”).

Dionisio habría llegado a Grecia acompañado de su mejor amigo, Ampelos, quién murió arrollado por un toro. Ante tal dolor, para no permitir su olvido, Dionisio auguró que Ampelos creciese y brotase por los rincones del mundo, y donde allí estuviese hubiere vino para celebrar entre los hombres. La Ampelografía tiene un origen divino.

Baco (en griego antiguo Βακχος, Bakkhos) es una especie de versión popular y tardía de Dionisio, que paulatinamente fue conquistando a las masas latinas de la Península Itálica a la vez que iba perdiendo la dimensión sublime que caracterizó al culto griego, fue cayendo indefectiblemente en la frivolidad de tabernas y lugares públicos de mala reputación. Fue identificado tempranamente como un símbolo de la decadencia romana, que tras la crisis del Imperio vio derrumbarse sus valores tradicionales y desvanecerse su poder. Como el resto de Roma y su cultura, el culto báquico sobrevivió poco tiempo hasta ser incorporado por el Cristianismo en el siglo III de nuestra Era.

Los primeros cristianos fueron gentes humildes y profundamente idealistas, continuadores de la cultura judía durante los primeros siglos, narrando el mundo desde su visión históricamente provinciana y campesina. El primer Jesús que nos muestra la tradición está vinculado al vino y las vides desde lo cotidiano, desde su origen. Ahora bien, resulta interesante que el resultado de la incorporación de la fe, del mensaje y la figura cristiana, al intelecto griego, vinculado a la filosofía, entregó una forma más elaborada de Jesús y de su historia, transformando el mensaje en doctrina. Es aquí donde verdaderamente residen los preceptos del Cristianismo que recogen la vasta relación entre los pueblos antiguos y el cultivo de la vid. La fusión entre la herencia de Dionisio y de Jesucristo es la matriz cultural que da vida al mensaje católico de los primeros padres de la Iglesia. Es la ética de Jesús presentada bajo la estética griega, aún con colores dionisíacos en los dos primeros siglos de la Cristiandad.

La aparente antagonía entre Jesús, mostrado recurrente y convenientemente como ascético por los teólogos, y Dionisio, orgiástico y hedonista, ha sido puesta en entredicho por los historiadores alemanes de la Formgeschichte (Historia de Las Formas de Construcción Literaria Bíblica) desde los primeros años del siglo XX en materia de estudios bíblicos del cristianismo primitivo.

Los exegetas arguyen que Dionisio y Jesús murieron y resucitaron (el primero, mucho antes que el segundo) y los dos son ambivalentes en sus vidas. El dios griego de la fertilidad, del agro y de la abundancia, de la compañía cotidiana junto a la belleza natural, fue también el símbolo de las fiestas más grandiosas y desenfrenadas de las que se tiene memoria histórica. Pero también, compañero de la tragedia de transcurrir y morir; pena que se apagaba bajo el fragor de las festividades del vino, en el retorno a lo trascendental que antecede a la existencia humana. Para Jesús, asimismo, los dolores de esta vida mundana y sus padecimientos se consolarán en el más allá, como quedase expresado en las bienaventuranzas. Jesús y Dionisio comparten al vino como el símbolo de su sangre, a través de cuyo consumo (y embriaguez), los feligreses pueden conectarse con la divinidad y ser parte de ella, aunque sea por momentos.


El vino en la Misa de Semana Santa

Lejos de la actividad simple y distante que actualmente consagra la Liturgia, la Eucaristía es una alegoría en que la sangre derramada de Jesús, que salva y redime a los mansos, es compartida por los cristianos miembros de la Iglesia. Para la feligresía, es el símbolo de la de la inmortalidad, de la vida eterna, del acceso al reino donde lo bueno es posible, y los dolores de la existencia son allanados. Esta tradición que nos resulta tan cercana, contemporánea, tiene sus orígenes en los ritos llevados a cabo por los cristianos primitivos.

El vino ha estado presente desde siempre en la dieta mediterránea. Junto al pan, al aceite de oliva y algunos frutos como el higo. Por ello, no es de extrañar que su uso haya estado presente en los modos y usos de los primeros cristianos. Es importante considerar, que los primeros cristianos quisieron instituir en sus alimentos cotidianos los valores y premisas de su fe. Para las religiones cristianas, el vino es la sangre de Cristo, el pan su cuerpo y el aceite de oliva equivale al óleo sacramental, origen y final de la vida.
La Eucaristía (del griego Εuχαριστία Eucharistia, literalmente “acción de gracias”), también denominada en diversas épocas como “Cena del Señor”, “Fracción del Pan”, “Memoria de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor” o simplemente “Divina Liturgia”, fue concebida como el más santo de los sacramentos, el cual pretende efectivo que el pan y el vino son transformados en la sangre y cuerpo de Cristo. Este fenómeno es conocido como la “transubstanciación” y remonta su origen a las palabras de Jesús en la Ultima Cena: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros, Esta es mi Sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en memoria mía. Este cáliz es la nueva alianza en mi Sangre que es derramada por vosotros." (Lc. 22, 19-20; Mt. 26, 26-28; Mc. 14, 22-24) y en la sinagoga de Cafarnaún: "El pan que yo os daré es mi carne, vida del mundo" (Jn. 6, 51).

Este rito nos conecta con uno de los elementos más profundos del cristianismo, que se ha practicado desde que Jesús vivió entre los mortales y la persona dio origen al mito. Es siempre bueno conocer los orígenes de las tradiciones, para respetarlas y valorarlas en toda su dimensión.

El vino tiene un lugar de privilegio, a tal punto, que es para muchos la sangre misma del Redentor.